La niña de las dos coletas



Nací en Lima, en el seno de una familia de ocho hermanos, siendo yo, el mayor de ellos; nunca estuve solo, de niños jugábamos en la calle, íbamos solos al colegio y disfrutábamos de nuestras fantasías en casa, descubrí que cada persona era un mundo y hoy es casi un universo que me intriga y me fascina a la vez. A menudo recuerdo con mucha nostalgia esos años de la infancia, como se fue construyendo mi mundo interior.
Siempre me gustaron los niños pequeños, me refiero a los de cuatro, cinco añosApurando mucho, llego hasta los de siete u ocho. A partir de ahí empiezan a parecerse demasiado a los adultos en que tarde o temprano se transforman, pierden la inocencia. Deberíamos liquidarlos a esa edad, dice un amigo mío, Herodes vio la jugada: habría que eliminarlos cuando aún no son estúpidos, malvados o peligrosos. Antes de que se desgracien y nos desgracien a todos. Eso es lo que dice mi amigo, que es algo drástico y muy poco dado a lo políticamente correcto. Es verdad que a veces me pregunto cuando veo a mis hijas de cinco y ocho años, para qué crecerán. Para qué diablos crecemos.


El caso es que me gusta observar a los niños. Son increíbles. Descubrí siendo padre un mundo fascinante, no funcionan sin ton ni son o por inercia; en realidad actúan y razonan según una lógica rigurosísima de la que sólo ellos poseen la clave. Son metódicos e implacables como un filósofo, elocuentes, idealistas. Cuando asistes a una discusión entre un niño pequeño y un adulto, al fin descubres, aterrado, que el más consecuente y lúcido siempre es el niño. A veces te miran con una fijeza tan extraordinaria, escrutándote los adentros, que terminas enrojeciendo, inseguro y confuso. Son jueces implacables y honrados; por eso resultan tan tiernos en sus afectos, tan sinceros en sus reproches, tan cabales en sus sanciones. Son lo que los adultos deberíamos ser un día, o siempre, y al cabo dejamos de ser y ya nunca somos.


A menudo suelo observar a mis hijas cuando juegan, la otra vez me detuve ante el portal de su colegio. El griterío se oía desde el otro lado de la calle. Era la hora del recreo, y correteaban felices por el patio, con sus babis los más pequeños y sus jerséis los mayores. Estuve un rato viéndolos alborotarse, reír, pasarse la pelota. Siempre me fijo más en los niños que van por libre; los que juegan solos o vagan a su aire. Me quedo mirando al que camina marcando muy serio el paso militar, como si desfilara, al que desliza pensativo la mano por los barrotes de la reja, a la niña que habla sola mientras hace extraños gestos con las manos, al que corre emitiendo indescifrables sonidos con la boca, al que salta pisando el suelo como si aplastara cosas que sólo él puede ver, y me pregunto qué tendrán en ese momento en la cabeza, a qué ensueño mental, a qué pirueta de su imaginación prodigiosa corresponden aquellas actitudes exteriores que para nosotros, adultos razonables que encerramos en manicomios a quienes hacen eso mismo con unos cuantos años más, constituyen un misterio.


En aquel patio de recreo vi a la niña. Debía de tener cinco o seis años, llevaba dos coletas en el pelo y estaba sentada en un peldaño de la escalera con un libro ilustrado abierto sobre la falda. Leía con una concentración extraordinaria, ajena al griterío del patio, pasando las páginas firme en aquel rincón del mundo, en el refugio que el libro le proporcionaba. No leía con expresión plácida ni divertida, sino obstinada; baja la cabeza, como si el esfuerzo de mantener a raya el bullicio circundante no fuera fácil. Se diría que aquella singular trinchera no se la regalaba nadie, sino que la conquistaba palmo a palmo, a golpe de voluntad, con el sudor de su frente. Enternecedoramente pequeña, sola y orgullosa, con su jersey verde, su falda de cuadros escoceses y sus calcetines arrugados. Deliberadamente ajena a todo. Ella y su libro.



Fue entonces cuando levantó la vista y me vio al otro lado de la verja. Sonreí como un camarada le sonríe a otro, cómplice; pero la niña me miró suspicaz, sin devolver la sonrisa, y comprendí cómo ella realmente me veía: adulto, extraño, intruso, inoportuno. Aquella francotiradora diminuta, deduje, no necesitaba mi presencia, ni mi sonrisa de aliento; estaba lejos de mí y de todos nosotros, en el mundo creado por las páginas de aquel libro y por sus particulares ensueños. Construía un espacio propio, íntimo, en el que mi sonrisa y yo estábamos de más. Así lo demostró bajando de nuevo la vista, ignorándome con el resto del universo hostil que ese libro mantenía a raya página tras página. Y mientras me apartaba con sigiloso respeto del portal, pensé: Herodes y mi amigo se equivocaron. Quizá ella se salve un día. Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo que somos. 

                                                                                                           Daniel Tello 

Comentarios

  1. Porque no escribes un libro, tienes talento . Te lo dice uno que. Lee.
    Lalo

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